Hay cosas que nos hacen argentinos. El mate que va de mano en mano, la radio prendida en el asado del domingo, el gol que gritamos con el alma. Y el dulce de leche en la mesa.
No importa si es untado en una tostada, robado a escondidas con el dedo o directo de la cuchara cuando nadie mira. El dulce de leche es más que un sabor: es un momento. Es casa. Es infancia. Es amor.
Para nosotras, empezó así: dos hermanas, una cocina y un abuelo que sabía que las mejores historias se cuentan con la panza llena. Él nos enseñó que la vida hay que vivirla con gusto. Que no hay que escatimar en abrazos, en risas ni en cucharadas. Era su ritual: el pan casero recién salido del horno, la manteca derritiéndose y arriba, la cucharada perfecta de dulce de leche.
Nosotras mirábamos fascinadas, esperando nuestra parte. Él nos guiñaba un ojo y decía: «El secreto no está en el dulce… está en con quién lo compartís». Crecimos, viajamos, hicimos nuestra vida… pero en cada vuelta a casa, en cada reencuentro, el dulce de leche estaba ahí, como si el tiempo nunca hubiera pasado.
Por eso lo hicimos. Porque queremos que cada cucharada sea un reencuentro. Con tu infancia. Con tu familia. Con tu país. Con esas charlas eternas en la sobremesa. Con el regalo que le llevás a ese amigo que está lejos y extraña el sabor de casa.
Con esa tradición que pasa de generación en generación, como un secreto contado al oído.
Este dulce de leche no es solo nuestro. Es de todos los que saben que el sabor más rico es el que nos une. Porque hay cosas que cambian… pero el dulce de leche, el de verdad, el que nos hace argentinos, ese, jamás.
BIENVENIDOS A CASA.
